Hay un punto en el cual todo se torna sencillo y donde ya no hay ninguna pregunta sobre la elección a tomar, porque todo lo que está en juego se perdería si miras para atrás. – Dag Hammarskjold –
Recuerdo hoy todavía con mucha claridad cuando era niño las historias de mi abuelo, pionero de la aviación en México en los años veintes y treintas del siglo pasado, donde me contaba como al volar su biplano a un sitio de la sierra de Oaxaca o Guerrero a donde nunca antes alguien había llegado en avión aterrizaba en los lugares más insólitos. Me pasaba días imaginando que pasaba por la cabeza de mi abuelo cuando alcanzaba ese punto en el cual ya no tenía más remedio que continuar hacia lo desconocido y esperar que pudiera resolver cualquier situación que se presentara y encontrar un lugar adecuado para posar su nave. Y me obsesionaba aún más pensar ¿qué haría yo en un momento así? ¿Me mantendría sereno, seguro y con determinación a seguir para adelante? o ¿me invadiría el miedo y la desconfianza y daría media vuelta antes de llegar a ese punto crítico?
Con los años, mi andar por las montañas y mi afición por cierto tipo de alpinismo; grandes paredes en estilo ligero y rápido, me han presentado un buen número de oportunidades de contestar a esta pregunta. Para ser honestos he elegido en ambos sentidos; en algunas ocasiones he sido precavido y me he dado lo vuelta y en otras he apretado los dientes, hecho los movimientos que ya no me permitirían regresar por donde vengo subiendo y quemado mis barcos.
Sin duda una de las ocasiones más memorables fue en La Pared Sur del Aconcagua, una de las escaladas más difíciles, riesgosas y grandes que hay. Todas las dificultades a los que se puede enfrentar un alpinista; roca y hielo vertical, empinadas pendientes de nieve, glaciares colgantes, altitud extrema, frío, las ofrece este reto considerado además uno de los más riesgosos por las constantes avalanchas de nieve, aludes de roca y hielo y su roca y hielo quebradizos. Sin mencionar los casi tres mil metros desde la base de la pared a 4,200 metros de altitud hasta su cima a 7,000 metros.
Contaba yo con 25 años de edad y mi compañero para esa aventura Andrés Delgado apenas con 23, cuando nos propusimos intentar ese renombrado ascenso. Habíamos leído mucho sobre él en libros de alpinismo y entendíamos que era un desafío mucho mayor al que hasta entonces nos hubiéramos enfrentado en las montañas que ya habíamos escalado principalmente en los Andes de Sudamérica pero nunca imaginamos lo que íbamos a vivir hacia el final y como nos iba a transformar.
Nuestra estrategia para la escalada era muy sencilla. Subiríamos por la pared sur y una vez que llegáramos a la cima descenderíamos por la ruta normal en el lado norte que es un camino sin inclinación ni complicaciones. Haríamos toda la escalada de un solo tirón, en 3 días máximo con muy poco equipo, gas (para fundir nieve y tener agua) y comida (apenas unas sopas deshidratadas, avena y barras energéticas).
En nuestro primer día en la pared, después de unas 10 horas de escalar principalmente en roca muy quebradiza conseguimos llegar a donde teníamos planeado, una pendiente de nieve a un tercio de altura de la pared aproximadamente. El segundo día empezó con uno de los tramos más “técnicos” del ascenso, un muro de roca vertical de 200 metros que encima tenía un bloque de hielo (serac) de 100 metros de altura. Superar lo anterior nos llevo medio día de esfuerzo considerable y concentración absoluta pero antes de las 2 de la tarde ya estábamos en el llamado glaciar superior a 6,000 metros de altitud . Nos sentíamos confiados y restándonos todavía unos 900 metros de pared por ascender que decidimos dejarlos para el día siguiente que estábamos seguros sería nuestro último día en la pared.
Pero esa esa noche mientras tratábamos de dormir y descansar para la jornada final empezó a nevar. Al principio muy ligero pero gradualmente aumentó hasta convertirse en una nevada muy intensa que no paró hasta que llego la luz del día.
Mientras nos preparábamos en la mañana de ese tercer día podíamos escuchar las avalanchas que escurrían por la pendiente de nieve y hielo encima de nuestra tienda. Sabíamos que aún en condiciones óptimas lo que restaba por escalar sería muy delicado y demandante. Con “duchasos” de nieve cayéndonos de cuando en cuando sería una locura. No nos quedaba más que esperar a que la pared se “limpiara” lo más posible. A eso de las 3 de la tarde finalmente hubo silencio. En ese momento guardamos en nuestras mochilas nuestros sacos de dormir, la poca comida que nos quedaba y empezamos a escalar en una carrera desesperada contra el tiempo. Teníamos 6 horas antes de que oscureciera y teníamos que escalar todavía 900 metros de hielo y nieve muy complicados. Para tratar de ir a más velocidad aligeramos nuestras mochilas abandonando la tienda de campaña y algo de equipo que pensamos ya no necesitaríamos en una grieta.
Para cuando empezó a oscurecer habíamos conseguido escalar solo 300 metros. Sabiendo que ya sería muy peligroso continuar sin luz nos detuvimos y colocamos un tornillo de hielo del que nos colgamos y nos dispusimos a pasar lo que sabíamos sería una noche muy dura y larga. Cuando finalmente salió el sol no habíamos dormido ni un minuto. Miramos lo que todavía teníamos que superar para poder llegar a la cima y nos quedamos mudos de espanto. Era un imponente muro de hielo vertical que se veía duro como el concreto. Estábamos sumamente cansados, sedientos, hambrientos y ateridos por toda una noche de estar colgados. Nos sentíamos al límite de nuestras reservas físicas y mentales.
Descender desde este punto era ya prácticamente imposible pero por un momento lo consideramos.
Y en ese momento tomamos una decisión que por ilógica que parezca sabíamos era la única que nos permitiría concluir la escalada; deshacernos de la cuerda y que cada uno escalara solo. Escalando uno a la vez mientras el otro aseguraba con la cuerda como lo habíamos venido haciendo hasta entonces tomaría varias horas y teníamos muy claro que si no terminábamos la escalada en 3-4 horas máximo no la terminaríamos nunca.
Andrés que una vez tomada una decisión no daba marcha atrás se desato, me entrego su punta de la cuerda y me dijo: “te veo arriba güey, suerte”. Se ajusto el casco, tomó sus piolets de donde habían estado clavados toda la noche y empezó a escalar. Yo me quedé observando como progresaba hacia arriba lenta, trabajosamente, con mucho esfuerzo; golpeaba el hielo con el piolet 3 o 4 veces antes de conseguir que la pica penetrara apenas unos milímetros y pudiera colgarse de él. Lo mismo con los pies, pateaba varias veces para que las puntas delanteras de sus crampones entraran en el duro y opaco hielo. Y todo esto con una verticalidad de mareo y con muchos metros de vacío debajo. Miraba hipnotizado como el hielo que se rompía con los golpes de sus piolets caía por la pared hasta perderse de vista. Hubo un momento en que pensé que nunca encontraría el valor para desengancharme del tornillo de hielo del que colgaba y ponerme a seguir a Andrés.
Cuando me cansé de mirar para arriba y la espera y la ansiedad se hicieron insoportables tomé yo mis piolets, en un impulso me “desenganché” del tornillo que me unía a la pared y al mundo y empecé a escalar. Los siguientes 5 minutos califican para ser los más aterradores que jamás haya vivido. Tal como lo imaginaba después de haber visto a Andrés, el hielo era de pésima calidad. Duro al primer golpe pero quebradizo al segundo. Dejaba caer platos enormes de hielo que hacían un ruido como de cristalería rota al romperse y que me ponía más nervioso aún. La inclinación de la pendiente me daba la impresión de que me aventaba hacía atrás. Llego un instante en el que pensé que iba a caerme y estuve a punto de entregarme al jalón de la gravedad.
Y de pronto ocurrió algo sorprendente. De un estado de miedo, desesperación, torpeza y descoordinación, pasé en un instante a un estado de relajación, atención y concentración absolutos. Todo empezó a fluir. Cada golpe de piolet y cada patada de mi bota se volvieron precisos y eficientes. Todos mis movimientos se sentían controlados y mi mente enfocada. Fue casi como si hubiera entrado un piloto automático y mi conciencia fuera de pasajero. Una especia de trance. Las siguientes dos horas hasta la cumbre se convirtieron en un viaje alucinante. Todo mi universo se reducía al metro cuadrado de hielo que tenía frente a mí, al punto donde iba a clavar la pica del piolet o la punta del crampón. No había dudas, no había vacilación, no había preocupaciones de ningún tipo. Me sentí liberado mental, emocional y espiritualmente como jamás antes me había sentido. Había pasado el punto de no retorno.
Héctor Ponce de León
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